Días cubanos de Anaïs Nin

Días cubanos de Anaïs Nin

Por: Ciro Bianchi.

Hace ya algún tiempo me enfrenté cara a cara con una verdad de Perogrullo. Por esas cosas del azar concurrente, de las que hablaba Lezama Lima, yo había leído por la mañana un artículo sobre Anaïs Nin Culmell, la célebre escritora norteamericana de tormentosos amores y que “desafió la moral que imponía límites a la sexualidad femenina”, y esa misma noche me topé con una carta en la que Rafael Díaz-Balart, a la sazón viceministro de Gobernación del régimen de Batista, le decía, con el mayor desparpajo al titular de esa cartera, Ramón Hermida, que él quería tener tantas botellas como las que disfrutaba Bernabé Sánchez Culmell. Me percaté entonces de una realidad bien evidente y en la que no reparé antes: no solo eran cubanos los padres de Anaïs Nin, sino que la autora de Delta de Venus y La casa del incesto, tenía toda una familia cubana. Pero había más. A partir de octubre de 1922 y hasta una fecha no determinada del año siguiente, Anaïs pasó una temporada en la Isla. Radicó aquí junto a su tía Antolina Culmell, en la finca La Generala, en el barrio habanero de Luyanó.

Dos preguntas me asaltaron entonces: ¿Quiénes conformaron la familia cubana de Anaïs Nin? ¿Existía aún en Luyanó la casa en la que habitó? A la primera de esas interrogantes hallé respuesta casi inmediata. Aparte de figuras de la política y la empresa, se encuentran en esa familia un arquitecto célebre y muy galardonado, y un campeón olímpico, un yatista que se alzó con la medalla de plata en Londres, en 1948, y que cuatro años después estuvo a punto de repetir la hazaña en Helsinki. Un general de nuestras guerras de independencia está asimismo entre sus familiares… La otra pregunta no demoré en evacuarla, pese a que nadie en Luyanó o, mejor, en la barriada de Lawton, tiene ya memoria de La Generala que con su empinada escalinata de acceso desde la calle, guarda todavía, sin embargo, el secreto de los días cubanos de Anaïs Nin.

UNA NIÑA FEA

Joaquín Nin Castellanos y Rosa Culmell Vaurigard se conocieron y casaron en La Habana, en 1902, y como regalo de bodas la pareja recibió del padre de Rosa, un danés afincado en Cuba y a quien apodaban Papató, los boletos para un viaje a Europa y la promesa de ayuda hasta que pudieran abrirse paso en Francia. Allí, en Neully, nació la primera hija del matrimonio a la que, al igual que a su abuela y una tía maternas, que vivía en la calle 27 esquina a N, en El Vedado, llamaron Anaïs. Pero ahí mismo comenzaron las desavenencias pues Nin, que llegaría a ser un pianista notable y cosmopolita y que era diez años más joven que su esposa, se sintió molesto por aquella niña fea que ocupaba el lugar del varón esperado. Aunque tendrían dos hijos más, el matrimonio hizo crisis. El músico abandonó a la familia en Berlín, y Rosa, con los niños, se instaló en Nueva York, mientras que Anaïs comenzó a anidar una pasión enfermiza por su padre.

Fue en esa ciudad donde Anaïs conoció a Hugo Parker-Guiler, protestante, de ascendencia irlandesa y empleado bancario, que un día sorprendió a los suyos con el aviso de su proyectada boda con aquella muchacha católica, pobre y descendiente de cubanos. Fue precisamente para evitar esa boda que la madre de Anaïs decidió que su hija viajara a La Habana y, al amparo de su tía Antolina, encontrara acaso un buen partido  entre los amigos de la rama acaudalada de la familia. Pero Hugo, aun cuando lo amenazaron con desheredarlo, se trasladó a Cuba y casó aquí con ella.

Ambos llegaron vírgenes al matrimonio, y la pareja demoró en concretar su primera relación marital, y eso hizo a Anaïs una obsesiva del sexo. No era una mujer espectacularmente bella, pero sí muy atractiva y seductora que gustaba provocar a los hombres con la mirada. Eso, lejos de disgustar a Hugo, le agradaba y enorgullecía. Lo cierto es, que sin acudir al divorcio, soportó las infidelidades de Anaïs que, entre otros amantes, tuvo un romance sonado con el novelista Henry Miller, y con June, la mujer de este. Desgraciado en amores, Hugo tuvo sin embargo una suerte loca con el dinero; hizo fortuna en la bola. Con el tiempo incursionó en el cine y llevó a la pantalla Bells of Atlantis, basada en una obra de Anaïs.

Sobre su vida y sus experiencias sexuales escribió ella en un diario que comenzó a llevar cuando tenía once años y que se interrumpió con su muerte. Totaliza unas 35 000 páginas manuscritas y la selección de lo que de ellas se publicó abarca unos diez volúmenes. Anaïs se atrevió a vivir la vida y también a escribirla, y construyó un universo propio con base en la exploración de su intimidad. Algunos piensan que mucho de lo que está en el diario no es más que una “mentira vital”, sin límites precisos entre la realidad y la ficción, pero son más los que no dudan ni discuten el origen real de sus historias de infidelidad y encuentros sexuales, y realzan  lo que hay en ellas de indagación del deseo desde el punto de vista de la mujer. Sobre esas páginas indiscretas, dijo el novelista Lisandro Otero: “Captó mi atención su estilo delicado y auténtico. Escribía una prosa leve y frágil, como la que se espera de una mujer. Pero tras su aparente debilidad se intuía una ciclópea corpulencia.  Cada adjetivo era colocado de una  manera irrefutable, como si hubiese sido inventado por ella…”.

LA QUINTA DE LOS LOCOS

A Anaïs, La Habana le pareció una ciudad de extremos y contrastes. Aquí, dijo, los pobres eran desesperadamente pobres, y los ricos ostentosamente ricos. Llamaron su atención las casitas modestas pintadas de colores varios y también las mansiones opulentas de balcones, vitrales y patios interiores. Le encantaba sobre todo la naturaleza cubana: el aire, suave y agradable: los campos, fértiles y pródigos, y las palmas altísimas alzándose hacia un cielo lleno de brillo. “Todo luce transformado por una calidez  y suavidad ocultas”, escribió.  Una  naturaleza, un  campo, un cielo, un mar que le regalaban su belleza abrumadora, que muchos no percibían y que ella entendía como una forma divinamente pura.

Anaïs estaba instalada ya en La Generala, la casa quinta de Antolina, la viuda del general de división Rafael de Cárdenas, muerto en 1911 a los 42 años y cuyo nombre ha sido dado por el Ayuntamiento a una calle de la barriada, precisamente a esa de la esquina de la casa que habitaba, —calle Aguilera casi esquina a Rafael de Cárdenas, en Lawton—, desde  allí escribió a su primo predilecto, Eduardo Sánchez Culmell, hijo de su tía Anaïs y del gobernador provincial de Camagüey. Le dijo: “Me encuentro viviendo en las afueras de la ciudad, en la más bella de las casas, casi un palacio, amueblado y decorado con exquisitez, rodeada de un jardín encantador…”. Pero del esplendor de ayer, a La Generala solo le queda la escalinata y los pisos.  Cuando la abandonaron Antolina y sus hijos —Charles, el campeón olímpico, y Rafael, el afamado arquitecto del centro comercial de La Rampa, entre otras muchas obras— sirvió de sede a la 13ª Estación de Policía, y dio albergue luego a un manicomio, el sanatorio  Baralt, del doctor José Baralt Barnet, hasta que en los años cincuenta se convirtió en una casa de vecindad. Un inmueble cada vez más deteriorado.

Por eso La Generala no es La Generala para los vecinos de sus alrededores, que siguen recordándola como La Quinta de los Locos.

NOTA EDITORIAL:

Este artículo de Ciro Bianchi, fue publicado el 23 de agosto de 2018, en Cubaliteraria.

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