Marlon Brando en La Habana

Marlon Brando en La Habana

Por: Ciro Bianchi.

Dicen que aquella visita fue consecuencia de una apuesta. Marlon Brando compartía con amigos en un cabaret de Miami cuando uno de los del grupo se explayó sobre la música cubana, el danzón, el bolero, el novedoso chachachá y de la música afro con sus tumbadoras, bongoes, quijadas de burro.

—Con gusto me iría ahora mismo a La Habana —exclamó el famoso actor de Nido de ratas y Un tranvía llamado Deseo, que había escuchado extasiado el recuento. Vestía pantalones de vaquero, zapatos tipo tenis y abierta camisa deportiva.

—¿Por qué no lo haces, así como estás vestido? —inquirió alguien.

—¿Apuestas algo?

—Lo que quieras…

—Pues… a La Habana me voy.

Con aquel vestuario informal, Brando se fue al aeropuerto para coincidir en la sala de espera con Gary Cooper que, vestido de manera impecable, era como el reverso de la medalla. También viajaría a la capital cubana el laureado intérprete de El sargento York. En la terminal aérea habanera los entrevistaría el periodista Alfredo Guas para la emisora radial del aeropuerto.

—Vengo a visitar a mi amigo, el novelista Ernest Hemingway —declaró Cooper.

Brando expresó por su parte:

—Vengo a ver bailar la rumba. A practicar el toque de las tumbadoras y a comprarme un par de bongós.

Iba a hacer realidad un sueño largamente acariciado. Desde sus días de estudiante en Actor Studio, y tal vez desde antes, sentía afición por la música afrocubana, y no era raro que acudiera al Palladium, en Broadway, a bailar al compás de ritmos llegados de la Isla. No pocos de los que volvían de La Habana lo hacían deslumbrados por los tambores que les fue dable escuchar en las casi marginales «fritas» de Marianao, aquellos pequeños y rústicos centros nocturnos que se alineaban entre las dos rotondas de la Quinta Avenida, desde el Rumba Palace a El Niche; paradójicamente frente por frente al Coney Island y al Habana Yacht Club, la instalación recreativa más exclusiva de la capital. Se moría, sobre todo, por conocer y escuchar a Silvano Shueg, el percusionista santiaguero, más conocido como Chori, y que era capaz de sacarle música a los objetos más insospechados.

Puñetazos en Sans Souci

Marlon Brando desconcertaba a los que lo trataban. Ídolo de las multitudes, parecía sin embargo vivir agobiado por su nombre y cansado de la fama. No era remiso a confesar sus ganas de abandonar el cine para, libre de miradas y opiniones ajenas, vivir su propia vida. Se sentía demasiado escrutado por gente que llevaba la cuenta de los pocos romances que se le conocían y el tibio entusiasmo que mostraba por sus parejas. Un día se sintió tan desconcertado que corrió a esconderse en casa de su sicoanalista. Después de todo, él no era culpable de que le exigieran más de lo que quería dar, como aquella vez que el director cinematográfico Elia Kazan le pidió que visitara a Tennesse Williams. El afamado dramaturgo se deslumbró con la buena pinta del muchacho y demoró menos de un minuto en ofrecerle el protagónico en Un tranvía llamado Deseo.

Tratando de mantenerse en la sombra, Brando buscó alojamiento en La Habana en un hotel de tercera fila en el que se registró como Mr. Baker. Era el 19 de febrero de 1956. No demoró en ponerse en contacto con Clemente Sungo Carrera, un pelotero cubano que jugaba en las Grandes Ligas. Esa misma noche irían al cabaret Sans Souci, en la carretera de Arroyo Arenas. Brando quería saludar a la actriz y cantante Dorothy Dandridge, la estrella del show que el centro nocturno tenía en escena, y de paso explorar si alguien conocía de algún bongó en venta. Un bongó ya «curado» por un buen músico cubano.

El bongosero de la orquesta no quiso vender el suyo, y no había nada en venta, que se supiera. Brando no se interesó por ninguno de los instrumentos que los integrantes de la orquesta trataron de meterle por los ojos. Pero el ir y venir de los músicos hasta aquella mesa, llamó la atención del fotógrafo del cabaret, que no demoró en identificar al actor y comenzar a acribillarlo a flashazos. La intrusión sacó de quicio al artista; hubo palabras fuertes y algún que otro puñetazo, mientras que Dorothy trataba de calmar los ánimos desde la pista y Sungo sacaba del establecimiento a su indignado amigo.

Tampoco tuvo suerte Brando en Tropicana, pero allí el maestro Armando Romeu, director de la orquesta de la instalación, le informó que su amigo Armesto Murgada tenía unos bongós muy buenos, aunque desconocía si los vendería.

Bongós de Chano Pozo

Nacido en 1926 y con el seudónimo de Cala, Murgada fue un excelente fotógrafo que sobresalió con las fotos de paisajes que realizó para el turismo, y también en la fotografía de prensa para Bohemia y Juventud Rebelde. Trabajó asimismo para Estudios Revolución. Como músico, Murgada cobró nombre en clubes como La Red y La Kasbah, y en el cabaret Copa Room del Havana Riviera fue bongosero del grupo de Felipe Dulzaides. Tenía en efecto un bongó que le regaló Chano Pozo, el tamborero más grande de todos los tiempos. Murgada lo conoció de niño y fue su amigo y vecino, y aprendió con él no pocos secretos del instrumento para el que tenía especial habilidad, al punto de que se llegó a decir que era un blanco con manos de negro.

Brando y Sungo visitaron a Murgada. El actor acarició el instrumento. Aquello era precisamente lo que buscaba, de manera que sacó del bolsillo una libreta de cheques, escribió «Al Portador» en uno de ellos y lo pasó a Murgada para que él pusiera la cifra. Murgada lo rechazó. Vender aquel instrumento era como traicionar al amigo que se lo había regalado. Un hombre que, además, había muerto, asesinado en Nueva York, en 1948. Insistió Sungo para que hiciera el negocio, pero ni modo. Bebieron unos cuantos cocteles y, un rato en inglés y otro rato en español, hablaron de música, mientras que el actor se contentaba con acariciar un bongó que nunca sería suyo. Pero eso sí, esa noche Murgada acompañaría a Marlon Brando a las «fritas» y le presentaría a Silvano Shueg, «Chori», el hombre que, hasta el final de su vida, con tiza y letra barroca, escribía su nombre en cualquier pared que le pareciera oportuna.

Ni por agua ni por aire

Germinal Barral, aquel infatigable periodista de la revista Bohemia que utilizaba el seudónimo de Don Galaor, coincidió con Brando una de esas noches en el cabaret Sierra, en la Calzada de Concha. El actor había pedido a Sungo que lo llevase a lugares donde sonara y se bailara música cubana de verdad, y no hubiese fotógrafos, y su anfitrión lo llevó además al Ali Bar, en la barriada de Lawton, pequeño centro nocturno que, al igual que el mencionado Sierra, montaba espectáculos con los que hoy quisieran contar nuestros más afamados y rutilantes cabarets. En ellos, el visitante la pasó a sus anchas, pese a la presencia de Charlie Seiglie, que trabajaba para Bohemia y acompañaba a Don Galaor y que pudo captarlo mientras se regodeaba en la rotunda anatomía de la rumbera Esmeralda Reyes, y luego, cuando al compás de un chachachá, echaba un pie con Anisia, la compañera de baile de Rolando.

En las «fritas», Brando, Sungo y Murgada hicieron un recorrido para que el norteamericano se impregnara del ambiente. Estuvieron en los cabarets Pensilvania, Pompilio, Tres Hermanos y Mi Ranchito, que enmascaraba un prostíbulo, y sobre la media noche arribaron a El Niche, que era, en esos días, el predio de Chori. Brando quiso alquilar el club por lo que restaba de la jornada y, a condición de que no aceptaran más clientes, ofreció 5 000 dólares a su propietario, que los aceptó encantado. Pero a Chori no le gustó nada que Cala le pidiera una descarga con el actor. Dijo que conocía bien a esos turistas borrachos que solo querían hacerse los graciosos. Insistió el fotógrafo-bongosero y, sin más alternativa, Chori cogió un bongó para él, pasó otro a Brando y acercó una tumbadora a Murgada. Aquello fue el acabose. Chori se entusiasmó al constatar que aquel norteamericano famoso tenía sangre para la música afrocubana. Cada uno se esforzó al máximo en demostrar su habilidad, improvisación e ingenio, dijeron después los que siguieron aquella descarga espectacular que solo se interrumpía cuando sus músicos, de uno en uno, hacían un alto para echarse un trago largo de ron entre pecho y espalda. Tocaron hasta el amanecer cuando solo quedaban en El Niche el dueño y dos empleados. Brando ganó la apuesta: regresó a Miami con la misma ropa con la que vino.

Aquella noche, Brando se percató de la clase de espectáculo que Chori podía representar en Hollywood. Le habló para el viaje y le mandó a su representante para que le gestionara la visa y le allanara cualquier otro trámite. El músico debía viajar solo con lo que llevara puesto ya que allá se le habilitaría de todo lo necesario. Llegó así el día del viaje. Chori y el representante de Brando esperaban el vuelo en el aeropuerto de Boyeros. Llamaron por los altavoces a los pasajeros con destino a Miami. Chori pareció no darse por enterado, mientras que el otro trataba de apurarlo. Hubo un segundo llamado y lo mismo. Tras el tercero, Chori dijo a su acompañante que iría a la cafetería por un café, oportunidad que aprovechó para salir de la terminal aérea y abordar un ómnibus que lo acercaría al solar de Egido número 723, donde vivía para sorprender a amigos y vecinos con su regreso porque, les dijo, «ni por aire ni por agua salgo yo de Cuba».

Fuentes: Textos de Don Galaor, Jorge Oller y Leonardo Padura.

En el siguiente video El Chori en la Playa de Marianao – Noticiero ICAIC No. 7 (1960):

NOTA EDITORIAL

Esta crónica de Ciro Bianchi apareció publicada en Juventud Rebelde el sábado 1 de diciembre de 2018.

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