Obispo

Obispo

Por: Ciro Bianchi.

A finales del siglo XIX, todas las mañanas, hacia las 8:00, unos 200 voluntarios formaban frente al hotel Pasaje, donde se halla la sala Kid Chocolate, en el Paseo del Prado, y marchaban luego por la calle Obispo hacia el mar. Era la tropa que ese día prestaría servicio de guardia en el Palacio de los Capitales Generales, el del Segundo Cabo, el Castillo de La Fuerza, el Banco Español y otras dependencias militares y civiles de la Colonia. La banda de música, con aires marciales y redoble de tambores, precedía al batallón, aunque no era raro que dejara escuchar algún pasacalle alegre y chulesco, jacarandoso.

Recuerda Federico Villoch en sus Viejas postales descoloridas que entonces Obispo era una calle típica de los trópicos, alegre y excitada, con algunos tenderetes casi sobre las aceras; bulliciosa y caldeada por una atmósfera ambarina de oro en polvo que tamizaba el sol a través de los toldos de lona que cubrían la vía en toda su trayectoria. Una calle que, por su elegancia, recordaba la Rue de la Paix, de París, la calle de San Fernando, de Barcelona, la Carrera de San Jerónimo, de Madrid, la calle de La Sierpe, de Sevilla, o algunos de esos concurridos pasajes comerciales de Nueva York y de otras grandes ciudades. Hoy, cuando gracias a la labor de la Oficina del Historiador de La Habana, recupera su esplendor de antaño, sigue incurriéndose en el mismo error de antes: se tiende a tomar su última cuadra como la primera. Esto es, Obispo no comienza en Monserrate, sino que allí termina.

Los edificios que en ella se erigen sufrieron con el tiempo serias transformaciones o cambiaron sus destinos, pero el trazado de la calle sigue siendo el mismo. Una calle comercial por excelencia, estrecha y ruidosa, donde desbordan el comercio, la moda, el turismo, el romance… aunque otras como Galiano y San Rafael le robaran una primacía que ahora se empeña en recuperar. Un horno en verano y una nevera en invierno, dice Villoch de esta calle que también se denominó Weyler y Pi Margall, aunque nadie las llamara nunca por tales nombres, y que, para él, al igual que para este escribidor, es la calle de las calles de La Habana.

El Bazar Turco

A fines del siglo XIX no se hablaba de la plazoleta de Albear, sino de la de Monserrate, con sus proyectores de vistas fijas y los célebres títeres de Sinesio Soler, con funciones a las siete de la tarde en verano, y a las seis, en invierno. En las inmediaciones de esa plaza se hallaban la sombrerería El Casino y el café La Cebada. También una casa de cambio y una bodega muy visitada por los cocheros de punto que adquirían allí la harina que mezclada con agua daban a sus caballos. La bodega como tal estaba poco surtida, pero entre aquella agua, que las bestias bebían en el mismo sitio, y la cantina, sus propietarios hicieron una bonita fortuna que les permitió retirarse ricos. Terminarían vendiendo el espacio. Lo ocuparía el bar Floridita.

Hubo en Obispo y Bernaza una peletería hasta que, en 1900, Pote adquirió el lugar para la venta de libros, en su mayoría de uso, y liquidó los zapatos en existencia por lo que le ofrecían por ellos. La Moderna Poesía, nombre que se dio a esa librería, no era en sus comienzos como fue después, sino una especie de barraca de feria con unas cuantas tablas bastas y sin pintar montadas en burros que hacían de mostrador. En la acera de enfrente se hallaba la librería de Ricoy, donde, por las tardes, intelectuales de la talla de Enrique José Varona, Alfredo Zayas, quien después llegaría a la presidencia, y Carlos de la Torre, entre otros, husmeaban entre libros y revistas viejos en busca de títulos de su interés.

Venían a continuación el almacén de pianos de don Anselmo López; la primera quincallería de Hierro y la tienda El Bosque de Boloña, que terminaría corriéndose hasta la esquina de Compostela. La casa de objetos de arte de Quintín Valdés, donde el pintor Armando Menocal expuso sus primeras obras y donde se exhibían asimismo paisajes de Sanz y Chartrand. En la acera de enfrente, la casa de Pedregal ofertaba semillas y vistosos y delicados bouquets. Y el taller de Madame Pucheau, distinguida modista francesa que vistió a todas las mujeres del gran mundo habanero y que murió a consecuencia de una apendicitis que los médicos se empeñaron en confundir con un cólico vulgar. Cuando la bailarina rusa Ana Pavlova estuvo en La Habana renovó completamente su ajuar con Madame Pucheau.

Existió también en la calle Obispo de comienzos del siglo XX una especie de bazar turco donde huríes de bellos rostros y cuerpos ondulantes trastornaban a inofensivos jóvenes sultanes de la época. En el lugar vendían tapices, alfombras, jarrones, ánforas, esencias y jabones turcos, mientras un sutil perfume de harén se hacía sentir en el ambiente. En la esquina de Compostela, en un departamento del edificio que ocupaba el Colegio Francés, tenía su consulta el bien valorado y cotizado doctor Montaner, padre de Rita. En la esquina de Aguiar sigue con las puertas abiertas, luego de su restauración, el café Europa, escenario de algún pasaje de la novela Juan Criollo, de Carlos Loveira, y de otra narración, El avispero, del periodista Luis Bonafoux. Enfrente, en La Primera de Aguiar, almacén de víveres y licores favorecido por los más pudientes, se vendían, y eran muy apreciadas, unas galletas de sal grandes como panderetas.

El Fígaro

A la altura de Aguiar, según se avanzaba por Obispo hacia el mar, se imponía doblar a la derecha. Allí estaba El Bazar Inglés y, en la esquina de Amargura, el Banco Español, que quebró estrepitosamente en los días del crack de 1921. Volviendo a Obispo y dejando atrás Aguiar, venía la redacción y administración del semanario El Fígaro, instaladas en el local de la librería La Galería Literaria hasta que tuvo imprenta propia en Obispo entre Compostela y Aguacate, al lado de Le Palais Royal, una de las grandes joyerías habaneras.

Villoch precisa que prestigiaban la calle con sus fastuosas instalaciones establecimientos como La Granada, Le Printemps, La Francia y La Villa de París. En la Casa Duvic, el peluquero Mauricio, con sus tintes y mañas, rejuvenecía a hombres y mujeres.

Muy visitado era el almacén de paños La Diana, en la esquina de Obispo y Cuba, y entre las sastrerías y camiserías renombradas de entonces se contaban las de Arriaza y Selma, la de los hermanos Farga y las muy acreditadas de Stein y Mella, padre este de Julio Antonio, ambas entre las más distinguidas.

El viejo caserón del convento de los dominicos, demolido a fines de los años 50, albergaba la Universidad y, con entrada por Obispo, al Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Frente a ese centro docente se hallaba la dulcería El Ángel y, pocos pasos después la pastelería francesa de Blasy, que surtía los mejores convites. Pasada la calle Mercaderes, frente al costado del Ayuntamiento, se ubicaba el banco Bances Conde, propiedad de la familia de la esposa del hijo de Martí, y el café La Mina, donde media Habana se deleitaba con sus refrescos de cebada y horchata.

Mención especial merece La Casa Wilson, perfumería y librería, situada, primero, en el sitio donde Pote construiría el edificio del llamado Banco Nacional y que, después de su quiebra, fue ocupado sucesivamente por la Tesorería General de la República y el Ministerio de Hacienda, y hoy por el Ministerio de Finanzas y Precios, luego de haber sido una escuela. La Casa Wilson se ubicó después en Obispo entre Compostela y Habana.

En la esquina de San Ignacio, dos antiguos empleados del periódico La Discusión instalaron imprenta propia, la de Rambla y Bouza, que obtuvo la concesión para imprimir la Gaceta Oficial. Allí cobró vida una tertulia que, por las personalidades que congregó, constituyó una de las notas características de la calle Obispo.

El Anteojo

Se ubicaban también en esta vía el Banco de Fomento Comercial y el Trust Company de Cuba, la entidad bancaria cubana más importante y que en 1957, junto con el Banco Núñez, quedó incluido, por su seriedad, entre los 500 establecimientos de su tipo más relevantes del mundo.

Dos de las más significativas droguerías cubanas se ubicaban asimismo en esta calle: Johnson y Taquechel.  Entre las ópticas sobresalían El Anteojo y El Almendares, que todavía presta servicios. El bufete de Govín, Mañas, Macía y Alamilla se hallaba en el cuarto piso del edificio Horter. Librerías y editoriales existían varias en el área. Mencionemos las casas editoras Cultural, Jesús Montero, Lex y González Porto, y la librería La Venecia.

En la peletería Uncle Sam, en el número 363, el siniestro Rolando Masferrer, que había perdido un calcañal en la guerra civil española, encargaba sus zapatos a la medida. Entre las billeterías, se contaban La Dichosa, en la esquina de Compostela, El Gato Negro, con dos dependencias, una en el número 307 y otra en la esquina de Aguiar; El Globo, en Obispo, 359, y la de Menéndez, en la esquina de Villegas.

En esta calle vivió Félix Varela. En el hotel Florida se alojó el sabio español Ramón Menéndez Pidal durante su estancia habanera en 1937 y allí se reunía casi todas las tardes con el erudito José María Chacón y Calvo y, de cuando en cuando, con el poeta Juan Ramón Jiménez, también de paso por La Habana en esa fecha. El hotel Ambos Mundos fue el primer refugio cubano de Ernest Hemingway. Cerca de este establecimiento estaba la Casa Recalt, especializada en la venta de bebidas y licores al por menor.

Una mañana del fementido invierno habanero de 1889 un hombre avanzaba con pasos sólidos por la calle Obispo hacia el mar. Lucía una levita inglesa irreprochable, pantalón de casimir a pequeños cuadros negros y blancos, zapatos de charol y se tocaba con una brillante chistera de pelo. Con elegante destreza y soltura manejaba una caña con puño de oro. Con una sonrisa amplia —tenía una dentadura perfecta— devolvía el saludo a los que lo saludaban en su camino. La gente se asomaba a las puertas para verlo pasar.

Era el mayor general Antonio Maceo. Había salido del hotel Inglaterra, donde se alojaba, y se dirigía al Palacio de los Capitanes Generales. El general Camilo Polavieja le daría 24 horas para que abandonara la Isla. El seguro paso militar del Titán de Bronce, acompasado por un redoblante invisible que sonaba desde lo alto de su gloria, es parte también de la historia de esta calle. La calle del Obispo.

NOTA EDITORIAL

Esta crónica de Ciro Bianchi apareció publicada en Juventud Rebelde el sábado 12 de diciembre de 2009.

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